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Hace muchos años –confieso que no re-
cuerdo cuántos–, uno de los mejores capí-
tulos de una visita a las instalaciones de
Mercedes-Benz, en Stuttgart, fue un reco-
rrido junto a algunos colegas por el antiguo
museo de la marca. Aunque pequeño y sa-
turado en comparación con lo que vendría
después, aquello me emocionó más allá de
lo que esperaba.
Es decir, ya un paseo por un sitio donde se
conservan algunas de las piezas automovi-
lísticas más antiguas y valiosas del mundo,
algunas de ellas únicas, es emocionante en
sí mismo, pero en esa particular ocasión el
mayor de los estremecimientos vino de un
detalle que pasó inadvertido para la mayo-
ría de mis compañeros de viaje.
A unos metros, un grupo de niños peque-
ños, me imagino que de una escuela bási-
ca de algún barrio cercano, guiado por una
profesora, estaba sentado junto a una de las
reproducciones del primer auto del mundo
de Daimler Benz, patentado en 1886.
Los niños, cada uno con un block de dibu-
jo y lápices, dibujaban el auto como parte
de alguna tarea colegial. Alrededor, mode-
los auténticos de las etapas iniciales de la
historia los observaban como las pirámides
de Egipto miraron a las tropas de Napoleón,
mostrándoles las páginas de gloria tecnoló-
gica que habían escrito en su tiempo.
Yo los contemplé sólo un momento. Y
confieso que se me anudó la garganta. Fue
por una mezcla de felicidad y envidia. Feli-
cidad, porque esos niños podían tocar y res-
pirar una historia de la que eran herederos.
Y envidia, porque mis propios hijos, o los de
cualquier sudamericano condenado a vivir a
miles de kilómetros de estas instalaciones,
no tenían ni tienen una oportunidad como
aquella. Y pensaba: ¿alguno de ellos será el
ingeniero de un próximo motor a hidróge-
no de cero emisiones en 2040? ¿Diseñará
una exitosa Clase A de 2045? ¿Recordará que
su pasión por los autos pudo haber nacido
ese día en el que una profe lo llevó al viejo
museo Mercedes a dibujar autos viejos?
Cuánta pasión y cuánto talento quedan
estériles en países como el nuestro. Sin una
industria automovilística propia ni grandes
centros de desarrollo, esa pasión primige-
nia, que tal vez sólo necesitaría unas gotas
de riego de la historia para germinar, termi-
na extinguiéndose.
Cuando en 2007 tuve la suerte de ser in-
vitado a la inauguración del nuevo museo
de Mercedes-Benz, recordé a esos niños. Y
viendo el espectacular diseño de doble hé-
lice del edificio y la notable propuesta de la
exposición, donde se agrupan más de 160
autos de todas las épocas, seguí pregun-
tándome por el efecto revelador que podría
tener semejante muestra en las mentes de
los miles de niños que lo van a visitar. Y a
los que les resulte indiferente, me gustaría
gritarles parafraseando al propio Napoleón
ante las pirámides: “Mirad, 130 años de his-
toria los contemplan”. Sólo eso, para sacu-
dirlos y que así se den cuenta del privilegio
que significa tener un museo como ese a
su disposición.
Así que lo confieso, envidié a esos niños
del museo antiguo. Y envidio ahora a los del
museo actual. En una vida alterna debí ha-
ber estado allí, dibujando autitos viejos, y
deberían haber estado mis hijos y miles de
otros niños para regocijo de todos los que
amamos los autos.
EL DESPERTAR
DEL TALENTO
POR
::
LEONARDO MELLADO
Periodista con más de 20 años de experiencia en el sector automotriz,
coordinador de Automóviles y Más Autos del Diario El Mercurio.
ILUSTRACIÓN
::
PATRICIO OTNIEL
Mercedes-Benz no sólo puede contar 130 años de historia. Además, la puede mostrar
en el mejor museo temático del mundo, lo que contribuye, entre otras cosas, a
disparar la pasión por los automóviles en la mente de los niños que lo visiten.
COLUMNA